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entonces caravanas para ir a oirle. Hacíanse sacrificios cuando callaba y al sentir sus armoniosos trenos levantábanse himnos. Adriano aumentó su gloria visitándole ; y siguiendo el pensamiento de Asklepiodotos, los peregrinos alegrábanse, pues mientras él cantaba, Aquiles permanecía mudo para siempre en los campos de Troya. Septimio Severo le hizo reparar la parte superior, como en ofrenda, y su devoción, cerrando, sin duda, las grietas donde el rocío se evaporaba, le quebró la lira, le robó la voz, le mató el misterio. Aun resiste la estatua. Su rostro, borrándose, pugna a la distancia por dibujarse en la perspectiva. Los cubos de asperón de su pecho visiblemente se desgranan. Su madre y su mujer, custodiantes de su trono, son masas informes. Y él, sentado sobre el signo de los dos imperios, lucha aún y espera quizás al Homero que nuevamente le resucite la voz, encerrando su leyenda en una forma inmortal de arte. Entonces, desgajándose del todo, morirá contento, al pensar que su piedra, transformándose en simiente de belleza, ha caído en tierra fecunda.