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en presencia de Harmakis, le entregan sus clavas, como representantes de los Khitis y Zakaris, Sakalashas y Turshas. Al templo, con sus diversos patios y sus perspectivas admirables, sólo le falta, para estar completo, los techos de sus cámaras. Tres grandes cuerpos se suceden hasta llegar al Santo de los Santos. Las galerías con columnas lotiformes sostienen plafones intactos, azules y brillantes en torno del sol alado. Los bajos relieves conservan en los muros sus matices. Las estatuas aparecen aquí y allá aumentando la realidad esplendente de los despojos. La sombra de un copto, que cruza con su manto y su turbante, evoca el espectro de un sacerdote que buscara sobre el suelo las huellas de sus hermanos desaparecidos. En las tumbas de Amón están, ahí a un paso, y si pudiesen tornar al misterioso asilo de sus ceremonias, empezarían por el saludo al dios y al faraón del templo. El oficiante, agitando su rollo de papiro, exclamaría : «Dejad partir los ánades» , o sea el símbolo de los cuatro hijos de Horo. Dos sacerdotes, con látigos de lana, los castigarían lanzándolos a volar. Y entre los cantos de la procesión, conduciendo en las espaldas la imagen de los viejos reyes, el gran sacerdote diría a las aves : «Id al norte, al mediodía, al levante, al poniente y contad a los dioses del ponien-