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vida íntima de los campamentos. Así, la existencia de aquellos lejanos días vuelve a revivir — tal como hace un instante, en los sepulcros, los destinos del alma, — y así nuestra imaginación se llena de cosas, que evocan los ojos cual si fuesen de otros siglos, adquiriendo el espíritu de nuestros días.

A la entrada del Ramaseun está el célebre coloso. Su derrumbamiento parece haber tumbado el templo. El dios, entre el estrépito, debió dejar de sostener el santuario. La corona es una mole. Un muslo simula el tronco petrificado de una encina. En la concavidad de una oreja duerme, ante nuestros ojos, un árabe, y el resguardo granítico es su lecho y su tienda. Pesó la estatua un millón de kilogramos, y sus restos, como los de una catástrofe cósmica, hacen pensar que reconstruirla sería levantar un monte.

Seguimos siempre por el llano, y a los contrafuertes de la cadena montañosa suceden escombros de construcciones.

En Medinet-Habu levántase el templo de Ramsés III. Su aspecto de fortaleza le diferencia de los otros. En vez de los pilones, o de los pórticos, el pabellón de Ramsés, que precede al templo, recuerda los baluartes sirios. Allí, el faraón pasaba días de descanso, contemplando los bajos relieves donde los príncipes vencidos,