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terpretaciones, en una torturante y coloreada pesadilla, se encuentran, a veces, figuras encantadoras, como la de la arpista. Está en el sepulcro de Eamsés III. Es rara, porque el arte de los muros pertenece al de oficio con reglas inquebrantables y sin talento. Por eso, siendo excepción, resulta más bella. Hace pensar que, en los banquetes fúnebres, las arpas de las sacerdotisas acompañaban con sus himnos a los sagrados bailes. Y esos himnos eran de amor a la vida en el país del sol. He aquí un versículo : «Todas las lamentaciones no vuelven la felicidad al hombre que está en el sepulcro.» Pero la imagen de la arpista no es la de una ninfa griega cantando embriagada entre perfume de rosas de fuego. Es, sí, una figura que, con la pureza de sus líneas y su elegancia, evoca las de los vasos atenienses. Su nobleza hierática reviste su armoniosa gracia con un manto de majestad. La belleza de su cuerpo aún la enlaza a la tierra, y su espíritu vuela en las notas del instrumento. Es mundana y religiosa. Los ritmos de su canto perturban con cierto ardor la plegaria de los dioses ; la voz de sus oraciones calma el canto ardiente de los hombres. Si ofreciese un beso de amor, lo daría envuelto en la luz celeste del misterio de Isis. . . Y queda en su lóbrega soledad, esperando otros viajeros, para