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Las montañas cambian de formas, tomando contornos de informes torreones feudales. Hay crestas que esbozan colosos faraónicos, y quizá han sido trabajadas al entregar parte de su materia a la mano del hombre. Así parece haberse infiltrado en la áspera pendiente la antigua imaginación, enardecida por la concepción de esfinges y reyes, cuyas imágenes, sin alcanzar a plasmarse netamente, se figuran hechas por nubes monstruosas petrificadas... Las últimas ligeras sombras desaparecen. Al avanzar, se ven solamente las de las aves que pasan huyendo. Y las seguimos en su veloz corrida, entre las piedras del camino, y por las alturas que se deshacen en pendientes, buscando su relación con un nuevo suplicio de Tántalo. Después, el sol del mediodía borra sus vestigios, y el resplandor calcáreo es la forma de un infernal tormento. Repentinamente, el desfiladero se cierra con un agrio telón de piedra. Estamos en la necrópolis. Vemos bocas profundas allá en el fondo de la obscuridad, brotando de las entrañas de la tierra, y nos precipitamos, sintiendo una bocanada de vida, que con soplo de frescura viene de los sepulcros.

Los faraones, con el objeto de ocultar sus cuerpos, cavaron así en el corazón de los montes el asilo de sus sarcófagos. Se piensa en la