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seando abrirse bajo el peso, como palios de piedra, sobre la cabeza de Amón-Ra erguido en su barca.

A un lado de la sala hipóstila dibújase un jardincito, y apenas osa poner sus leves sonrisas de colores en las sombras de las opresoras moles. Al otro, se abre el patio del templo de Ramsés III y deja ver sus colosos, ya en líneas formidables de batalla, ya en recogimientos hieráticos de plegaria. Y más allá, los muros y los pilones simulan desfiladeros, entre gargantas rocallosas. Después, las avenidas se esculpen, y para acentuar la característica de un país de contrastes, por cada esfinge que mira pensativa la tierra, una palmera se eleva graciosa al cielo. El Nilo aparece murmurante, y el sol adquiere la vida del pensamiento de un dios, al reflejarse en la majestad de sus aguas. Entre su caudal y la montaña líbica, surgen los colosos de Memnón, el Ramaseun, Der-el-Bari y los templos de Kurna y Medinet-Habu. Nuestra altura se convierte en atalaya, donde las ideas que se levantan de las ruinas forman al pasar una voz armoniosa.

Los egipcios, según Herodoto, enseñaron a los griegos la concepción del alma : ellos fueron, dice, los creadores de sus transmigraciones y de su romance. Estos templos, así como los sepul-