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sas, se fijan en un grupo de turbantes. Entre dos columnas, sobre rodillos, palpita la masa de un coloso. Llega, al fin, a un pedestal, se gritan órdenes, aplícase una palanca, y al son de un último alarido de los que tiran nuevamente de la cuerda, la estatua en pie, trepidando antes de inmovilizarse, suprime en el movimiento treinta y cinco siglos de vida. ¿Qué es su cabeza? ¿La de una mujer? ¿la de un hombre? ¿la de un gavilán? ¿la de un gato? La duda queda sin solución, pues ha perdido la forma. Los dedos faltan de sus manos, que apoyan la palma en las rodillas. No se colige qué clase de senos adornaron su pecho. Y así lamentable, es un espectro de granito volviendo a su vez, en un minuto, a vivir los treinta y cinco siglos, borrados por nuestra imaginación... «Es una estatua de Ramsés XII — nos dice Maspero : — está muy degradada la pobre, pero vamos a ver la de Khonsu, que es, en cambio, muy bella.»

Tan bella resulta que sorprende. La primitiva escuela de Menfis habitúa a los retratos en madera, extraordinarios por su realismo ; pero esta estatua tebana, de un tipo ideal, es una revelación de arte más vigoroso. En la puerta de una especie de gruta surge, destacándose sobre la sombra. Su perfil, de la más fina pureza, es de