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su desastroso descantillamiento. No se oyen los gritos de los vendedores, ni los cantos de los sacerdotes, ni las voces de los fieles ; pero, súbitamente, en un movimiento de vida, el templo se estremece. Repiquetean martillos, y pasan árabes descalzos, con canastas en la cabeza. Se escuchan órdenes, golpes de manos, y una turba invade, tirando de largos cables. Los antiguos tiempos del faraón vuelven. El intendente de las obras reales, con peluca, anda por entre los rapados sacerdotes. Se ponen los estandartes en el tenemos, se unen con flores las columnas, y el toldo se hincha suavemente como una vela que quisiese surcar los azules mares del cielo. El templo va a saludar a Setos, vencedor de los libios ; o a recibir los vasos de Salomón, robados al templo tras la derrota de Roboán de Judá ; o a ver sacrificar por Ramsés III los cuatro bueyes : blanco, negro, manchado y rojo. El dios, en el misterio del secos, ha sido ya cubierto de ropas y de joyas ; y entre nubes de perfumes, como el sol entre celajes, y como él en su barca, saldrá de aquel negro horizonte a iluminar al pueblo junto a los pilones que marcan la gloria del cénit.

Así, un movimiento de vida actual despierta antiquísimas imágenes. Nuestros ojos, atraídos por cantos cortados entre respiraciones fatigo-