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tianos, en la de los dioses griegos y en el alminar turco ; y la última, apresurando el vuelo, cruza el Nilo, perdiéndose en la dirección de los valles... Los pájaros han callado; el sol, bajo el horizonte, agoniza invisible ; estatuas, columnas, pórticos, se envuelven en la misma sombra.

La voz de las cigüeñas de Luxor queda sonante en nuestra mente, como si al desvanecerse creara una armonía. Pensamos que, dispersas sobre el mundo, anidan quizás, llevadas por misterioso instinto, en los santuarios egipcios, en las cellas griegas, en los alminares mahometanos, en las catedrales góticas. Los templos surgen, así, como el natural asilo de aves, auríspices de amor y de esperanza, pues llevan y traen la primavera en sus alas. En esta ruina, por rara coincidencia, encuentran todas algo evocador de sus lejanas viviendas. Y el Nilo, con sus aguas siempre distintas, sin dejar de ser el mismo, símbolo de la vida invariable en su necesidad de creer, aunque los hombres se renueven, aprovecha del último resto de luz y retrata los bloques y los diversos templos, transformándolos en una sola impalpable proyección divina.