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Ya el sol de las cosechas no se armoniza tanto con su fuerza ; hay otra luz que encuentra un altar sobre su frente. Respondiendo a nuestro pensamiento, más allá del oasis dibújase un resplandor pálido penetrante. El Nilo se cubre de nieblas iluminadas, que visten las leyendas de los Faraones y de los caudillos de Israel, de los filósofos griegos y de los conquistadores romanos, de los poetas y de los califas ; y como si todo eso, en tierra inmemorial, no pudiese engendrar sino luz de muerte, surge al fin la luna. El cielo cobra profundidades de infinito mar, donde bancos de nácar, con su hermosura, y montes de plata, con su riqueza, no son sino quiméricos mirajes del diáfano vapor. Y sube el astro, pálido y sereno, magnífico como una reina, sagrado como una sacerdotisa ; reina que trueca su manto triunfal de estrellas por los velos de errátiles nubes, en sus nupcias con el misterio y la melancolía. Y asciende sobre famosas ruinas meditabundas, de hombres y de imperios, dejando escapar un espíritu, que ella simboliza cual saliendo de mastabas egipcios y de sepulcros árabes, con el recuerdo renaciente del antiguo existir, para cruzar en su parábola por sobre la Esfinge, hasta hundirse en el hastío inmenso del desierto. Pocas veces, como ante tal espectáculo, el influjo de la luna puedeLA VOZ.—16