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bundo fulgor la custodian, parece velar las tumbas profanadas de los Faraones.

Su rostro desaparece del todo, pero su sonrisa está ahí ; y se quiere penetrar la sombra y descubrírsela, y no desvanecer el velo, pero sí hacerlo transparente, para saber cómo es en sus ojos el sueño. En tanto, sus alas en la cabeza, que con las aristas de las Pirámides encuadran la final vislumbre, colocan el fulgor penetrando en sus oídos, y de esa luz que no ve ya, parece oir las últimas confidencias. Tales alas son las del gavilán, y recuerdan al sol, que la imaginación egipcia veía alado levantarse hasta reinar en la celeste altitud. El coloso es imagen de Armakhi, el Horo en los dos horizontes, o sea el sol iluminando los dos mundos. Fué de púrpura, resplandeciendo como una nube de fuego, el simbólico dios que es también altar del astro al reflejarlo. Era un canto de la piedra estéril a la tierra fecunda. Pero la piedra misma, conmovida por el pensamiento, habló de los amores de Nouit y de Sibou, de donde naciera Osiris, aquel que arrancara del seno de su madre la mies, producto del esfuerzo, y el sicómoro, de grata sombra, para ver dorarse la espiga.

La Esfinge saluda a los que traen en los ojos el verde lujuriante del oasis, y a los que van al oasis con la visión del desierto. Y asiste a la