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Las entrañas del desierto se abren fecundas : imaginad el efecto producido por cámaras semejantes a palacios, en torno de un cuerpo ausente, bajo arenas que no tienen una gota de agua, ni un árbol, y en donde no hay más som- bra hospitalaria que la de las pirámides mortuorias.

Las llamas de las velas hacen surgir en ellas aspectos temerosos, cosas que quieren adelantar y huyen, figuras que se amortajan sin dibujarse, como un simple estremecimiento de la tiniebla. Repentinamente, un relámpago de magnesio se enciende, descubre, ahonda, invade un inmenso espacio. Y en ese relámpago la vida de hace cuarenta siglos pasa, con señores faraones, mujeres y niños, y las imágenes palpitan, en espectáculo desconcertante por su extraña sensación retrospectiva. Y pensamos en el vano empeño de guardar cuerpos con tanto esfuerzo, para darlos a la profanación de los hombres, en vez de ofrecerlos a la tierra maternal y piadosa. Pensamos en la tristeza que significa haber creído con tanta fe en esa singular concepción del alma, para entregarla hoy cual un caso curioso de extraña inocencia. Y los relámpagos de magnesio sucédense, y en una especie de fiesta azul, con vértigo creador, siguen ahuyentando las tinieblas. Hay momentos en que se convier-