muévese sin cesar, como al impulso de una ola que mezcla los colores sin poder fundirlos. Los caballos y los burros y los camellos dan al espectáculo una vibración más vasta, agitando a diversas alturas caballeros y cargamentos en un vaivén pintoresco. Cruzan las victorias llenas de extranjeros, y en los palanquines y en los cupés vese a las mujeres, cubiertas con tules blancos, custodiadas por los eunucos. Desfilan a escape delante de los coches los sais, esgrimiendo lanzas y haciendo relampaguear las labores áureas de sus túnicas rojas. Pululan negras que dicen la buenaventura y árabes que juegan con llamas y gumías, y vendedores de frutas que, en vez de gritar, cantan desoladamente. Algún músico del Sudán toca un arpa de gajos de sicómoro, sobre una caja sonora, adornada en sus aristas con penachos de palmera... Hay momentos en que las telas de los maestros venecianos, donde personajes bíblicos se juntan a contemporáneos de Italia y Oriente, evocadas sin esfuerzo, parecen animarse, derramando en Ismá Iliya con sus audacias de color, la balumba de sus anacronismos, real y palpitante.
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