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Hrihor ha quedado como tipo — los verdaderos señores del valle. Ellos borran hasta el esplendor de los califas árabes con los restos imponentes de su grandeza milenaria : en el museo Guiseh se contemplan sus momias.

Todo está viviente en las salas. Lo que parece paradoja no lo es, si se piensa que cadáveres de hace cuarenta siglos, en vez de deshacerse en polvo, se han convertido en estatuas. Y si se miran las estatuas verdaderas, que son a menudo de un realismo pasmoso, se las cree coloreadas sobre el modelo de los muertos.

Miremos al intendente Cheikr-el-Beled. Los árabes que le descubrieron en Sakara, le encontraron parecido a un alcalde de ese nombre, y así se le llama. Lo cubre una túnica de lino, a través de la cual se transparenta la obesidad de un hombre satisfecho de la vida. Tiene ojos de cuarzo con pupilas de fulgor verdoso, y con ellas mira desde hace cuatro mil quinientos años. Con aspecto bonachón, luce el lujo apacible de digestiones contemporáneas de las pirámides.

Ra-Nefer, sacerdote del templo de Ptah de Menfis, es admirable, con sus rasgos llenos de fineza y sus ojos penetrantes, bajo su frente, rapada como todo el cráneo. Su cuerpo, desnudo hasta el ombligo, muestra el fulgor amarillento con rastros rojizos del calcáreo en que se