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el impulso de mi ardor, que conserva en el viejo cuerpo el espíritu de los primeros días. Así calmado, salgo sereno a la llanura, y abrazo los templos en ruina, y beso los troncos de las palmeras, en vez de solamente reflejar sus copas. Con los verdores arrancados a mis fuentes, al recibir en transporte jubiloso las nieves fundidas y las lluvias, cubro todo el Egipto, como con una onda de esperanza. Después, clasificándome, dejo salir de mi seno las arcillas blanquizcas de los lagos, y me transformo, con los residuos ferruginosos de la Abisinia, las arenas de la Nubia y los despojos de las rocas, en un mar de sangre. Las madres no tiemblan al verme purpúreo, y antes por el contrario, la misma tierra, al sentirme, grita de júbilo. Mi rojo es la felicidad y la paz ; los recuerdos de su reino son el trigo y las flores. Ya no soy Khnumu ni Hapi, ya no soy un dios ; pero creo y no destruyo, y mi acento, rebosante de bondad, repite aún las inscripciones que sobre los más viejos labradores del mundo enseñan los mastabas : He aquí la cosecha ; el hombre laborioso queda lleno de dulzura. D

El estampido del cañón ahoga la voz del Nilo. Los cerros del Mokatán, allá a lo lejos, responden como con ecos restallantes. Ha empezado la primera escaramuza, que a mediodía se conver-