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— «¿Oís los cuervos?» — ^pregunta a un ayudante que trata siempre de no observarle.

— «General, creo que son águilas» — le responden.

— «¡ Es raro ! Águilas en el principio del desierto.»

— «Parece que viven del oasis, pero que anidan en las Pirámides» — le replican.

Una palidez, que es luz, se derrama por el semblante del hombre inquieto, y sus ojos brillantes persiguen en los aires ideas que son visiones.

A un paso está la Esfinge, hundida en las arenas. El la arrancará a las entrañas del desierto, para que le diga su destino y le contemple cara a cara, como a Sesostris y Alejandro. Bonaparte, al evocar este nombre, ve desple- garse ante sus ojos una carta geográfica, y se siente transportado a la Escuela de Brienne.

Macedonia, mancha verde más mínima que la Francia, se lanza sobre el Asia y el África, como engendrando comarcas rojas, azules, violetas, amarillas, en olas de esplendor y gloria donde cada matiz es un pueblo esclavo. Desde la Frigia a Babilonia, y de la Media a la Bactriana, el hombre hermoso que tenía en el vientre la marca del león, clavó su garra. Entonces, al estudiar sus hechos, sólo le acompa-