quiebra su azul índigo en las sinuosidades y en los abruptos, agrios perfiles.
El monje piensa que los hombres imitan sobre Egipto a tierras, montañas y árboles, en sus constantes y bruscas separaciones. Resístense a la fe, y aun después de obtenerla, se dividen y batallan. Piensa en las persecuciones bajo Decio, que llenó de eremitas la Tebaida, y en Alejandría luchando contra el Imperio, favorable al arrianismo. Siempre los sobresaltos : Valerio resulta terrible para la verdadera religión ; Teodorico, en cambio, manda cerrar los templos paganos. Ahora Menfis y Alejandría se han rendido a las huestes musulmanas. El imperio de Omar es un hecho. Nuevos templos van a erigirse en nombre del falso profeta, y los santuarios de Cristo consagrados en los tem- plos egipcios desaparecerán, sin duda.
Macario se pone en pie : recuerda a los faraones que en los bajos relieves construyen collares con las manos cortadas de los cautivos. El martirio sugerido por la visión no le intimida y lo desea ; pero también quiere el triunfo de su doctrina. Entonces ve con los ojos cerrados la imagen del Divino Kedentor neta y resplandeciente. Envuelto en la nube que es trono de Dios, señala con su diestra el abismo a los reprobos. Su ceño y su ademán son tales, que, al