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DOS SUEÑOS

Macario, anacoreta griego, era de los que recordaban sin cesar los bellos tiempos de Pablo, cuando el Ángelus sonaba en el viejo Egipto, poniendo una plegaria en cada ruina y un canto en cada tumba.

El monje, imitando al cenobita Antonio, pasaba sus noches en la meditación, de modo que, como aquél, llamaba al sol enemigo de la verdadera lumbre. Pero había algo más : los espectáculos de la naturaleza le seducían hasta el punto de bastar, a veces, un hermoso celaje para distraerle de sus devociones. Había vencido el ardor de su carne, martirizándola y convirtiéndola en el pellejo de un odre ; pero no podía destruir en su alma esos castos amores de los ojos. Por eso, eran ya pasados más de cinco años que no contemplaba el sol : oculto en su gruta de sombra, solamente sa-lía a la noche.

El castigo, al principio, le fué dura penitencia ; la tristeza se amparó en su espíritu, pero