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dijeron los espejos y las aguas, eran una misma la sombra y el alma, ésta resultaba una forma de la muerte ; y porque iba a sucumbir, daba al cuerpo ese simbólico sudario. Mentía, entonces, el profeta, y mentían los sacerdotes egipcios que llenaron las tumbas de dobles para conservar el alma en las divinas transmigraciones. Después exclamó : aToda cosa, porque va a morir, exhala una sombra.»

Y se dedicó a observar los monumentos en ruina. Pilones, obeliscos, columnas, colosos, brillando implacables, como con el hastío del fulgor, arrojaban al suelo siluetas hospitalarias. Hospitalarias, porque al entrar en su circuito, él perdía la suya, obsesionante. La sombra actual y viva de su cuerpo, era devorada por la del granito, que nació muerto, para vivir más que los hombres. Así los monumentos, librándole un instante de su inquietud, resultaban piadosos. Y Kiram pensaba : son melancólicos, por eso son amables ; la tristeza engendra la bondad, como el crepúsculo la frescura.

Desde esos abrigos, buscaba las sombras más largas, para saber cuáles caídas serían más ruidosas. En la noche tenían, en vez de hastío, todo el espíritu de las grandezas deshechas. Para columnas, obeliscos, colosos, la sombra quimérica era entonces lo principal, y el consis-