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visible en el silencio la imagen ideada de su rostro.

Nadie j)odía arrancar a Kiram de la necrópolis de Sakara. Se pasaba horas entre los aposentos mortuorios, conversando con su retrato en los metales milenarios, que a fuerza de vivir en la sombra habían olvidado la luz. Por eso los espejos, al recibir la claridad de una reciente abertura, buscaban la virtud perdida de fijar las cosas. Viendo a las penumbras inteligentes de los discos animarse con ellas, se podía decir : están acordándose de cómo reflejaban hace treinta siglos. La memoria iban los brillos a encontrarla en el fondo del tiempo, y sacudiendo las mortajas del olvido, venía al parecer desde allá, con una imagen temblorosa, que pugnaba por dibujarse con muerta luz, quedando en el duerme-vela de un incierto limbo.

Kiram acabó por creer que su alma era inmortal a través del tiempo pasado. La veía desde entonces esforzándose por tomar una forma y ésta era la de su imagen animada en el espejo. Luego esa imagen soñaba con encarnarse en un rostro esculpido, y una vez aprisionada, volvía a pensar en la primitiva del disco y anhelaba su apariencia fluídica, pronta a fundirse, inmaterial, en arcano infinito. Así, en un círculo de extraña vida, sugerido por los viejos re-