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día las estrellas. El espacio era cámara nupcial, y la grandeza de su misterio, infinita, como el misterio del amor mismo. El nocturno silencio tenía soledades angustiosas, llenas de los dolores humanos, que no haUan eco al agitarse sobre una tumba. Y ante el vacío, miró Masrur el cielo. Quizás allí flotaba el espíritu cuyos recuerdos exacerbábanse con la belleza de la hora. «]Iaestro — dijo el convaleciente, — puesto que no puedo subir a tus estrellas, voy a visitar las flores.»

El movimiento del sabio fué inútil : pasó un segundo y encontróse en una cumbre estremecida.

Los aromas del huerto seguían subiendo. Abajo, oyóse el grito del jardinero, y el astrólogo, alzando los ojos a los astros, sintió frío. El Huerto de la Paz seguía siéndolo con un cadáver.