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la habían muerto : solamente Leila le esperaba. En rasgos también envejecidos, tenía la mujer una nueva hermosura forjada por el dolor. Al ver al príncipe, sobre la sombra de su vida nació una luz de gozo, y su alma se convirtió en un suave crepúsculo. Moslim el Hutail dejó penetrar la suya en esa clemente tarde, fatigado del sol de sus días. Percibió en ella la amai'gura que le imprimiera su constante evocación, y encontró en su voz el eco viviente de antiguos versos. El amor inspirado en otro tiempo era la hiedra de la columna, y esa hiedra, impregnada del recuerdo de su imagmación, confiaba al viento una suprema elegía. Oyéndola, el poeta se compadeció a sí mismo, y con una íntima voluptuosidad, sintióse renacer en las ruinas de aquella existencia. Entonces, en su espíritu henchido del espíritu de Leila, hubo un amor que le hacía llorar sobre la memoria de Soad y de Aila.

Paseándose por un bosque cerca de la ciudad, se aproximó poco después a una fuente, cosa que no hacía desde su viaje. Sus ojos miraron la linfa serena, y, estremecido, se agitó. Un reflejo de mujer dibujábase allí ; levantó los ojos ; Leila estaba a su lado. Al volverlos a la superficie creyó ver palpitar las imágenes temblorosas, evocadas, de Aila y de Soad, y sintió