era el del infinito amor, hallando su forma verdadera en el amor de las náyades... El príncipe comprendió la verdad de su presentimiento : sólo las fuentes tenían el secreto de matar la inquietud, ofreciendo a la sed del cuerpo y a la del espíritu el agua cristalina y el cielo reflejado.
Más de un día pasó en el bosque misterioso. Al fin, una tarde vio tan viviente a una náyade, que sintió el vehemente impulso de estrecharla entre sus brazos. Ella desapareció móvil y ligera, inspirada, al parecer, por sus ojos febriles, los filtrantes rayos del sol, el encanto del cristal y los caprichos de la sombra.
Los pájaros, en torno, conversaban con las flores, y sopló una brisa acordando sus voces en una exclamación : «No volverás a ver a las náyades por haber confiado al cuerpo el amor del alma...» Y los pájaros y las flores no se equivocaron. Pasó un tiempo, las pesadumbres hicieron sentir al príncipe que su cabello encanecía. Su dolor, sin embargo, no enterneció a la fuente. El canto del bosque era verdad : las náyades habían enmudecido para siempre. Y cuando el cristal tornábase hasta en fangoso, entre la algarabía de una legión de ranas, lleno de amargura, se retiró el poeta.
Envejecido le revieron sus lares. Soad y Ai-