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Moslim el Hutail hacía mal sin darse cuenta, y era la primera víctima de sí mismo. Cada nuevo amor en su espíritu y en su cuerpo, despertábale otro, desesperante. Ese amor era un anhelo infinito, como si él no fuera habitante mínimo de un planeta, mínima partícula, a su vez, en el conjunto de los astros. Y en una tibia tarde en que una nota, un color, un perfume, inspiraban el deseo de ser nube y subir hacia el sol y bogar gloriosamente, dejó la ciudad natal y transformóse en peregrino.

Iba sin acordarse de Leila, ni de Soad, ni de Aila, jubiloso, lleno de una singular ebriedad que ponía alas en sus sandalias. Pensaba que, al avanzar, el horizonte alejaríase, como un telón que descubriese seres y cosas, capaces de apaciguar la sed febril de su espíritu inquieto.

Cruzó comarcas, visitó ciudades y llegó a un país armonioso, donde la fantasía risueña daba amablemente a los espíritus una sonrisa de luz. Y poco a poco, los relatos encendieron más su sed, y las cosas bellas aumentaron su angustia, y al fin, desesperado, se dedicó a mirarse en las fuentes, única cosa de la tierra capaz de enseñar cómo en un cristal puede concentrarse el firmamento.

Muchas fuentes reflejaron la meditabunda faz