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rizontes, desde la tierra al cénit, se estremecían palpitantes, o inmóviles se clavaban ; la selva dormíase con sagrada majestad, cual si la bóveda se hubiese ornado con aquel esplendor, sólo para velar su sueño.

Mudrix, fuera de su gruta, tenía una lágrima para cada estrella, apoyándose sobre haces de flechas. En legiones, erguíanse temibles con sus puntas inactivas : durante meses, el poeta, que ya no cazaba, se había distraído construyéndolas. Las hojas holladas le sacaron de su aflicción y se estremeció ; la reina estaba a su frente. Sonreía levantándose el velo, y la túnica flotante y abierta ofrecía el cuerpo perfumado.

Mudrix supo que a la primer luz del alba la reina iba a partir para siempre. Y oyó, casi sin escuchar, que bajo pena de muerte debía después olvidarla.

El canto de la primavera resonó en la gruta con un transporte jamás oído. Las aves se despertaron respondiendo en las ramas, y las nuevas flores exhalaron más vivo el aroma, y eran notas del himno nupcial, entre el zumbar de los insectos y el rumor de las aguas... El tiempo deslizóse ligero, y la frescura, mensajera, por contraste de la luz solar, anunció la proximidad del alba.