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espectáculo, lo vivificaba con su voz animadora. En el estío, después de hacer con las gargantas de pluma armoniosas flautas de cristal, la voz de Mudrix maduraba los frutos. Al oir sus estrofas de tristeza enternecida, las verdes hojas se impregnaban de púrpura y de oro, encontrando al desprenderse de los árboles, en el ritmo del canto, movimientos para volar con melancólica gracia. La vibración de la tristeza, al despedirlas, era profunda ; como que también esa voz las había creado con transporte jubiloso. A la desolación de la nieve que transforma el silencio de su caída en silencio mortal, le infundía el dolor de los rayos del sol, que cantan como el cisne al amortajarse en su blancura. Mudrix era, así, la vida del bosque. En sus ritmos circulaba el secreto de la savia, y en la savia el secreto de los ritmos. Por eso, al venir la primavera, decían los amantes sonriendo : «Vuelve a cantar el poema de los brotes» ; y los viejos, con tristeza : «Ya el viento se perfuma con sus versos». Y al llegar el invierno, exclamaban los viejos sonriendo : «Su kasida va a armonizarse con nuestros años» ; y con tristeza, los amantes : «Ya sus versos nos hablan de la muerte».

El cazador vivía feliz con la fuerza de sus músculos y las imágenes de sus cantos. Se pa-