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el hambre, la guerra ó la peste. No; el destierro es detenidamente meditado, y la hora pacientemente aguardada. Si la colmena está pobre, desolada por las desgracias de la familia real, las intemperies, el saqueo, las abejas no la abandonan. No la dejan sino en apogeo de su felicidad, cuando, después del trabajo forzado de la primavera, el inmenso palacio de cera con sus ciento veinte mil celdas bien arregladas, rebosa de miel nueva y de esa harina de arco iris que se llama «el pan de las abejas» y que sirve para alimentar las larvas y las ninfas.

La colmena nu ca está tan bella como la víspera del heroico renunciamiento. Esa es para ella la hora sin igual, animada, algo febril, y sin embargo serena, de la plena abundancia y del júbilo pleno. Tratemos de imaginárnosla, no tal como la ven las abejas, porque no podemos sospechar de qué mágica manera se reflejan los fenómenos en las seis ó siete mil facetas de sus ojos laterales, y en el triple ojo ciclópeo de su frente, sino tal como la veríamos si fuéramos de su tamaño.

Desde lo alto de una cúpula más colosal que la de San Pedro en Roma, bajan hasta el suelo, verticales, múltiples y paralelas, gigantescas paredes de cera, construcciones geométricas, suspendidas las tinieblas y el vacío, y que, en proporción, no podrían compararse á ninguna construcción humana, por su precisión, su audacia y su enormidad.

Cada una de esas paredes, cuya substancia se halla aún completamente fresca, virginal, pla-