inercia y que da a conocer su existencia en las fuerzas centrifugas; los segundos son estados del éter inmóvil en el espacio absoluto. Una teoría comprensiva y amplia, como quiere ser la de Lorentz, no puede dejar esos dos reinos uno junto a otro, sin un enlace que los una.
Hemos visto ya que una reducción de la electrodinámica a la mecánica no se ha conseguido satisfactoriamente, a pesar del esfuerzo tremendo que han aplicado a ello investigadores sutilísimos.
Preséntase el audaz pensamiento inverso: ¿no podrá reducirse la mecánica a la electrodinámica?
Si ello se consiguiese, el espacio abstracto absoluto de Newton quedaría convertido en el éter concreto; las resistencias de inercia y las fuerzas centrifugas deberían aparecer como acciones físicas del éter; por ejemplo, como campos electromagnéticos de configuración especial. Pero entonces el principio de relatividad de la mecánica habría de perder su estricta validez y quedaría reducido, como el de la electrodinámica, a una vigencia aproximada, para magnitudes del primer orden en .
La ciencia no ha retrocedido ante ese paso, que revoluciona el orden de los conceptos. Y aunque la teoría del éter absolutamente inmóvil ha tenido que caer más tarde, sin embargo, esta revolución, que destrona la mecánica y establece el dominio de la electrodinámica sobre la física toda, no ha sido vana: su resultado conserva validez en una forma algo alterada.
Ya hemos visto (pág. 205) que la propagación de ondas electromagnéticas se produce porque la acción reciproca de los campos eléctricos y magnéticos provoca un efecto análogo a la inercia mecánica. Un campo electromagnético tiene una facultad de permanencia muy semejante a una masa mecánica; para producirlo, hay que emplear trabajo, y cuando se aniquila reaparece ese trabajo empleado. Ello se ve en todos los procesos que van unidos a vibraciones electromagnéticas, por ejemplo, en los aparatos de telegrafía sin hilos. Una estación radiotele-