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Celín

La hermosura y arrogancia de su compañero dejaron de ofrecerse á sus ojos revestitidas de artística inocencia, y la cuasi desnudez de ambos le infundió pánico. La decencia, en lo que tiene de ley de civilización y de ley de naturaleza, alzóse entre Celín y la señorita de Pioz, que aterrada de la fascinación que su amigo le producía, no quería mirarle; mas la misma voluntad de no verle la impulsaba á fijar en él sus ojos, y el verle era espanto y recreo de su alma.

. En esto Celín la estrechó más, y ella, cerrando los ojos, se reconoció transfigurada.

Nunca había sentido lo que entonces sintiera, y comprendió que era gran tontería dar por acabado el mundo porque faltase de él don Galaor de Polvoranca. Comprendió que la vida es grande, y admiróse de ver los nuevos horizontes que se abrían á su ser. Celín dijo algo que ella no comprendió del todo. Eran palabras inspiradas en la eterna sabiduría, cláusulas cariñosas y profundas con ribetes de sentimiento bíblico: «Yo soy la vida, el amor honesto y fecundo, la fe y el deber...» Pero Diana estaba turbadísima, y con terror le contestó: Déjame, Celín. Me has engañado. Tú eres un hombre.

Y al decir esto, ambos vacilaron sobre las