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B. Pérez Galdós

por donde se le veían las carnes. Su gorra informe tenía por cintillo una cuerda de esparto, y otra prenda del mismo jaez le apretaba la cintura para que no se le cayesen los gregüescos.

—¿No tienes frío? — le preguntó compacida la señorita.

— No tal—replicó el otro saltando un gran trecho; y se puso á dar vueltas de carnero tan repetidas y con tanta presteza, que mareaba verle.

Tanta gracia y ligereza excitaron más la compasión de Diana, y siguiéndole por un callejón sombrío y tortuoso, le dijo: Mayor recompensa de la que te ofrecí te daré si te portas bien conmigo. ¿Cómo te llamas?

— Celín, para servirte.

—¿Tienes padre?

—Sí, pero no está aquí.

—¿Dónde?

Celín, dando un gran brinco, señaló á na estrella.

—¡Ah!, eres huérfano. ¿De qué vives? ¿Pides limosna? ¡Pobrecito! ¿Y quién te ampara? ¿Dónde vives? ¿Dónde duermes?

Celín contestó dando brincos mayores, y Diana admiraba la extraordinaria agililidad del muchacho, que al levantar los pies