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Qué cosa terrible—dije, dirigiéndome á Holmes.—¿Y qué vamos a hacer ahora?

Echar abajo la puerta—contestó,—y, recostándose sobre ella, cargó todo el peso de su cuerpo contra la cerradura.

La puerta crujió, gruñó, pero no cedió. Entonces nos pusimos los tres á empujarla, y por fin se abrió bruscamente, dejándonos libre la entrada al cuarto de Bartolomé Sholto.

La habitación parecía un laboratorio químico. En la pared de enfrente de la puerta había dos hileras de frascos de cristal, con muestras, la mesa estaba repleta do quemadores de Bunsen, de tubos y retortas. En los rincones había varia's tinas con carboides de ácido: una de ellas parecía estar agujereada ó haber sido rota, pues de ella salía un chorro de líquido obscuro, y la atmósfera estaba saturada de un olor pareeido al del alquitrán, muy penetrante y nausebundo. En el centro del cuarto, junto á un montón de tablas y yeso, había una escala, y arriba, en el techo, un agujero bastante ancho para permitir el paso de un hombre. Al pie de la escala se veía un largo trozo de cuerda, que parecía haber sido arrojado descuidadamente.

Junto á la mesa, en un sillón de madera, se hallaba el amo de la casa sentado y como encogido, la cabeza caída sobre el hombro izquierdo,