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—¿Ustedes son los que vienen con la señorita Morstan?—preguntó.

—Yo soy la señorita Morsian y estos dos caballeros son dos amigos contestó la joven.

El hombre nos miró con ojos inquisidores maravillosamente penetrantes.

—Perdonc usted, señorita—replicó en tono algo brusco; pero tiene usted que darme su palabra de que ninguno de sus compañeros pertenece á la policía.

—Le doy á usted mi palabra fué la respuesta.

El hombre dió un agudo silbido, y en el acto se acercó un muchacho conduciendo un cupé, cuya portezuela abrió. El hombre subió al pescante y nosotros entramos en el vehículo. No acabábamos de sentarnos cuando el cochero azotó los caballos, que partieron con furioso trote por las nubladas calles.

Curiosa situación la nuestra. Nos encaminábamos hacia un lugar desconocido, con un objeto no menos desconocido; pero, si la invitación que se nos había dirigido no era una completa burla hipótesis inconcebible—podríamos creer con fundamento que nuestra excursión tendría importantes resultados. La actitud de la señorita Morstan era tan resuelta y tranquila como siempre. Yo traté de distraerla contándo-