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to mi propósito, y casi no había noche que no »soñara con Sholto. Creo haberlo muerto en sue»ños más de cien veces. Por fin, hace unos tres »ó cuatro años, conseguíamos desembarcar en »Inglaterra. No me fué difícil encontrar la mo»rada de Sholto, y en el acto me puse á averiguar si había vendido las piedras ó todavía las »conservaba. Me hice amigo de alguien que Destaba en situación de ayudarme—no menciono »nombres porque no deseo arrastrar al agujero vá nadie, y pronto supe que aun conservaba el »tesoro. Entonces traté de acercármele de dife»rentes modos; pero el hombre era muy astuto »y siempre estaba custodiado por dos pugilistas, »aparte de su hijo y su Khitmutgar.

»Un día recibí la noticia de que estaba mori"bundo. Corrí á la casa y me metí en el jardín, »furioso al pensar que se escapaba de mis ga»rras: miré por la ventana, y lo vi en la cama, con uno de sus hijos á cada lado. Yo había ido presuelto á habérmelas con los tres; pero cuan»do le vi las quijadas caídas, comprendí que ya »estaba muerto. Esa misma noche entré en el »cuarto y registré los papeles para ver si encon»traba las señas del lugar donde se hallaba mi te»soro; pero no hallé una línea que me lo rove»lara y al salir de la habitación estaba tan ra»bioso como puede estarlo un hombre en la peor