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vado, yo sabía que jamás podía contar con mis simpatías. Sherlock Holmes y Jones, silenciosos y con las manos puestas en las rodillas, seguían con profundo interés el relato, pero en sus rostros se retrataba el mismo disgusto que yo sentía. Es probable que Small lo notara, pucs cuando nos dirigió de nuevo la palabra, había en su voz y en sus maneras un tinte de desconfianza.

«Aquello fué muy malo, no cabe duda—dijo, »—pero yo desearía saber cuántas personas ha»brían rehusado, encontrándose en mi lugar, csa > fortuna que se me ofrecía, cuando hubieran sa»bido que, al no aceptarla, serían degollados.

»Después, estando ya el hombre dentro del fuer»te, yo tenía que decidirme entre mi vida la y suya. Si lograba escaparse, todo se descubriría, »y á mí me habrían formado consejo de guerra »y probablemente fusilado, pues en tiempos co»mo esos no abunda la clemencia.» ( —Prosiga usted su historia—le dijo Holmes en breve tono.

—«Bueno. Lo llevamos al interior, entre Ab»dullah, Akbar y yo. No dejaba de posar bas»tante, por más que fuese de baja estatura. Ma»homet Singh se quedó de guardia en la puerta.

»Los sikas habían preparado ya un lugar para »enterrar al muerto. Se hallaba á alguna distan-