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De todos estos circunloquios inventados por una doctrina inmoral de la habilidad, que se propone por tales medios sacar al hombre de la guerra implícita en el estado de naturaleza para llevarlo al estado de paz, se deduce, por lo menos, lo siguiente: los hombres no pueden prescindir del concepto del derecho, ni en sus relaciones privadas ni en sus relaciones públicas; no se atreven a convertir ostensiblemente la política en simples medidas de habilidad; no se atreven a negar obediencia al concepto de un derecho público esto es visible, sobre todo, en el derecho de gentes-; tributan a la idea del derecho todos los honores convenientes, sin perjuicio de inventar mil triquiñuelas y escapatorias para eludirlo en la práctica y atribuir a la también los demás harán lo mismo; esta seguridad y garantía se la da el gobiemo en parte; todo lo cual representa un progreso hacia la moralidad-aunque no un progreso de moralidad-, que consiste en adherirse a ese concepto moral del derecho, por él mismo, sin cuidarse de la reciprocidad. Pero cada cual, a pesar de la buena opinión que de sí mismo tiene, supone en los demás malas inclinaciones y resulta que el juicio que los hombres hacen unos de otros es que ninguno, en verdad, vale gran cosa. No vamos ahora a investigar cuál sea el fundamento de este juicio, que no puede cargar la culpa de esa maldad a la naturaleza del hombre, como ser libre. El hombre no puede por menos de respetar la idea del derecho, y ese respeto sanciona solemnemente la teoría que afirma que es capaz, por lo tanto, de acomodar a ella su conducta:

así, pues, cada cual comprende que tiene que obrar y vivir conforme al derecho, sin preocuparse de lo que hagan los demás.

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