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guerra— como son los combates, los gastos, la devastación, el peso abrumador de la deuda pública, que trasciende a tiempos de paz—, lo piensen mucho y vacilen antes de decidirse a tan arriesgado juego. En cambio, en una constitución en la cual el súbdito no es ciudadano, en una constitución no republicana, la guerra es la cosa más sencilla del mundo. El jefe del Estado no es un conciudadano, sino un amo; y la guerra no perturba en lo más mínimo su vida regalada, que transcurre en banquetes, cazas y castillos placenteros. La guerra, para él, es una especie de diversión, y puede declararla, por levísimos motivos,


    libertad, a mi comercio con Dios, porque Dios es el único para quien no vale el concepto del deber.

    En lo concerniente al derecho de igualdad de los ciudadanos, considerados. como súbditos, interesa ante todo la cuestión de la nobleza hereditaria; y al proponérsela, cabe preguntar si el rango que el Estado concede a unos sobre otros ha de fundarse en el mérito o no. Es bien claro que si el rango y preeminencia va unido al nacimiento, resultan muy problemáticos el mérito, la capacidad para el desempeño de un cargo y la fidelidad en las comisiones; por lo tanto, es como si se dieran los cargos y mandos sin atender al mérito personal de los agraciados, y esto no lo sancionará jamás la voluntad popular en el contrato primitivo, que es el principio de todo derecho. No por ser noble tiene un hombre nobleza de carácter. Si llamamos nobleza civil a una alta magistratura, a la que pueda llegarse exclusivamente por los propios méritos, entonces el rango en ella no será propiedad de la persona, sino del cargo. Esta nobleza civil no será contraria a la igualdad, porque la persona, al abandonar el cargo, perderá el rango y volverá a las filas del pueblo.