aquellos tres hombres muertos eran tres odres hinchados, con diversas cuchilladas. Y recordándome de la cuestión de antenoche, estaban abiertos y heridos por los lugares que yo había dado a los ladrones. Entonces de industria de algunos detuvieron un poco la risa, y luego comenzó el pueblo a reír tanto, que unos, con la gran alegría, daban voces; otros se ponían las manos en las barrigas, que les dolían de risa, y todos, llenos de placer y alegría, mirándome, hacia atrás se partieron del teatro. Yo luego que tomé aquella sábana y vi los odres, me helé y torné como una piedra, ni más ni menos que una de las otras estatuas o columnas que estaban en el teatro; y no torné en mí hasta que mi huésped Milón llegó y me echó la mano para llevarme, y renovadas otra vez las lágrimas y sollozando muchas veces, aunque no quise, mansamente me llevó consigo; y por las callejas más solas y sin gente, por unos rodeos, me llevó hasta su casa, consolándome con muchas pa'abras, que aún el miedo y la tristeza no me había salido del cuerpo. Con todo esto, nunca pudo amansar la indignación de mi injuria, que muy arraigada estaba en mi corazón. En esto estando, he aquí que vienen luego los senadores y jueces con sus maceros delante, y entrados en nuestra casa, con estas palabras me comienzan a halagar:
—No ignoramos tu dignidad y el noble linaje de donde vienes, señor Lucio, porque la nobleza de tu famosa e ínclita generación tiene comprendida y