bana, alzados grandes gritos y voces, y llorando reciamente, decían:
—¡Oh señores! Por la misericordia que debéis a todos y también por el bien común de vuestra humanidad, habed merced y piedad de estos mancebos muertos sin ninguna razón, y también de nuestra viudez y soledad; y por nuestra consolación daduos venganza socorriendo con justicia las desventuras de este niño huérfano antes de tiempo; sacrificad a la paz y sosiego de la república con la sangre de este ladrón, según vuestras leyes y derechos.
Después de esto, levantóse uno de los jueces, el más antiguo, y comenzó a hablar al pueblo en esta manera:
—Sobre este crimen y delito, que de veras se debe punir y vengar, el mismo que lo cometió no lo puede negar; pero una sola causa y solicitud nos resta: que sepamos quiénes fueron los compañeros de tan gran hazaña, porque no es cosa verosímil que un hombre solo matase a tres tan valientes mancebos. Por ende, me parece que la verdad se debe saber por cuestión de tormento; porque quien le acompañaba huyó, y la cosa es venida a tal estado, que por tortura manifieste y declare los que fueron con él a hacer este crimen, porque de raíz se quite el miedo de facción tan cruel.
No tardó mucho que, a la manera de Grecia, luego trajeron allí un carro de fuego y todos otros géneros de tormentos. Acrecentóseme con esto y