—Ciudadanos, nobles y honrados: no penséis que se tratan aquí cosas de muy poca substancia, mayormente, que toca a la paz y pro común de toda la ciudad y al buen ejemplo para el provecho de lo porvenir. Así que más os conviene a todos y a cada uno de vosotros, según la dignidad de vuestro cargo, proveer que un homicida malvado como éste no haya cometido sin pena muerte tan cruda y carnicería de tantos hombres. Y no penséis que por tener yo enemistad privada contra éste diga esto por odio propio que le tenga. Porque yo soy capitán de la guardia de la noche, y creo que ninguno hay, de todos cuantos velan de noche hasta hoy, que con razón pueda culpar mi diligencia; yo diré con mucha verdad la cosa cómo pasó. Andando yo ancche, como a las tres horas de la noche, con mucha diligencia, cercando y rondando la ciudad de puerta en puerta, veo este crudelísimo hombre con una espada en la mano matando a cuantos podía; ya tenía entre sus pies tres muertos, que aun estaban expirando, envueltos en mucha sangre, y él, como me sintió y vió el tan grandísimo mal y traición que había hecho, huyó luego, y como hacia muy obscuro, lanzóse en una casa, donde toda la noche estuvo escondido. Mas la providencia de los dioses, que no permite a los malhechores quedar sin pena alguna, proveyó que éste, antes que escondidamente huyese, lo prendiese esta mañana y lo presentase ante la autoridad sagrada de vuestro juicio; de manera que aquí tenéis a este culpado de tantas muertes; culpado que fué tomado en el de-
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