acontecido antenoche; y torciendo las manos y pies, estirándome los dedos y puestas las manos sobre las rodillas, sentado de cuclillas en la cama, lloraba muy reciamente, pensando en mí y teniendo ante los ojos la casa de la justicia, los jueces y la sentencia que contra mí se había de dar y el verdugo que me había de degollar, y decía entre mí:
"¿Qué juez puedo yo hallar tan manso y benigno que me haya de dar por inocente y no culpado, estando ensangrentado y untado con sangre de la muerte de tantos hombres ciudadanos? ¿Esta es aquella prosperidad de mi camino que el sabio Diófanes con mucha vehemencia me decía?" Esto y otras cosas semejantes diciendo y replicando entre mí, lloraba y maldecía mi ventura. Estando en esto, oí abrir las puertas, y con grandes clamores y ruido entrar los alcaldes y alguaciles con mucha compañía y gente de pie, que llenaron toda la casa; y luego dos porteros de maza por mandato de los alcaldes me echaron la mano para llevarme por fuerza, como quiera que yo no resistía; y como llegamos a la primera calleja, toda la ciudad estaba por allí esperándonos, y con mucha frecuencia nos siguió. Y como quiera que yo llevaba los ojos en tierra y aun en los abismos, lanzados con mucha tristeza, torci un poco la cabeza a un lado y vi una cosa de gran maravilla: que entre tanto pueblo como allí estaba, ninguno había que no se rompiese las entrañas de risa; finalmente, habiéndome llevado por las calles públicas de la ma-