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—Muy bien, señora; hacerse ha como mandas, y por Dios que querría hallar alguna mate ria con que este gran dios fuese honrado.

Después de dicho esto, mi criado me dijo que era ya tarde, y como también yo estaba alegre, levantéme luego de la mesa, y tomada licencia de Birrena, titubeando los pasos, me fuí para casa, y llegando a la primera plaza un aire recio nos apagó el hacha que nos guiaba; de manera que, según la obscuridad de la noche, tropezando en las piedras, con mucha fatiga, llegamos a la posada. Como llegamos junto a la puerta, yo vi tres hombres, valientes de cuerpo y fuerzas, que estaban combatiendo en las puertas de casa. Y aunque nos veían, no se espantaban ni apartaban siquiera un poquillo; antes, mucho más y más echaban sus fuerzas, a menudo porfiando quebrar las puertas; de manera que no sin causa a mí me parecieron ladrones y muy crueles. Cuando esto vi, eché mano a mi espada, que para cosas semejantes yo traía conmigo, y sin más tardanza salté en medio de ellos, y como a cada uno hallaba luchando con las puertas, dile de estocadas, hasta tanto que ante mis pies, con las grandes heridas que les había dado, cayeron muertos. Andando en esta batalla, el ruido despertó a Fotis y abrióme las puertas; yo, fatigado y lleno de sudor, lancéme en casa, y como estaba cansado de haber peleado con tres ladrones, como Hércules cuando mató al Gerión, acostéme luego a dormir.