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Yo le dije:

—No cures, señora: mándame aparejar la colación.

Lo cual le plugo, y luego se levantó y metióme en una camarilla, donde estaba el difunto cubierto con sábanas muy blancas, y metidos dentro unos siete testigos; alzada la sábana y descubierto el muerto, llorando y demostrando todas las cosas de su cuerpo, pidiendo que fuesen testigos los que estaban presentes, lo cual un escribano asentaba en su registro, ella decía de esta manera:

—Veis aquí la nariz entera, los ojos sin lesión, las orejas sanas, los labios sin faltarles cosa, la barba maciza. Vosotros, buenos hombres, dadme por testimonio lo que digo.

Y como esto dijo y el escribano lo asentó y signó, partióse de allí. Yo díjele:

—Señora, mandad que me provean de todo lo necesario.

Ella respondió:

—¿Qué es lo que has menester?

Yo le dije:

—Un candil grande y aceite para que baste hasta el día, y vino en el jarro y agua con su taza, y el plato hecho de lo que os sobra.

Ella, moviendo la cabeza, dijo:

—Anda vete, loco, que en casa llorosa pides cena y sobras de ella, en la cual ha tantos días continuos que no se ha visto humo; ¿piensas que viniste aquí a comer? ¿Por qué antes no lloras y tomas luto como conviene al lugar donde estás?