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tero, a la mañana, todo lo que le fué cortado o disminuído es obligado y apremiado a reponerlo, cortándole otro tanto de su misma cara.

Oído esto, esforcéme lo mejor que pude, y luego lleguéme al que pregonaba, diciendo:

—Deja ya de pregonar, que he aquí aparejada guarda para eso que dices. Dime qué salario me has de dar.

El dijo:

—Te darán mil maravedís; pero mira bien, mancebo, con diligencia; cata que este cuerpo es de un hijo de los principales de esta ciudad; guárdalo bien de estas malas arpias.

Yo dije entonces:

—¿Qué me estáis ahí contando, necedades y mentiras? No ves que soy hombre de hierro, que nunca entra sueño en mí? Más veo que un lince y más lleno de ojos estoy que Argos.

Casi yo no había acabado de hablar cuando me llevó a una casa, la cual tenía cerradas las puertas, y entramos por un postigo, por donde entróme en un palacio obscuro y mostróme una cámara sin lumbre, donde estaba una dueña vestida de luto, cerca de la cual él se sentó diciendo:

—Este viene obligado para guardar fielmente a tu marido.

Ella, como estaba con sus cabellos echados ante la cara, aunque tenía luto, estaba hermosa, y mirándome dijo:

—Mira bien; cata que te ruego que con gran diligencia hagas lo que has tomado a cargo.