confirmé la sentencia de lo que había pensado. Entrando en casa, ni hallé a Milón ni tampoco a su mujer, que eran entrambos idos fuera, sino a mi muy amada Fotis, que aparejaba de comer para sus señores pasteles y cazuelas: lo cual olía tan bien, que ya me parecía que lo estaba comiendo, tan sabroso era. Ella estaba vestida de blanco, su camisa limpia, y una facha blanca linda ceñida por debajo del pecho; y con sus manos blancas y muy lindas estaba haciendo las cajas de los pasteles redondas; y como traía la masa alrededor, también ella se movía, sacudiéndose toda, tan apaciblemente, que yo, con lo que veía, estaba maravillado, mirando en hito, como maravillado de su lind lo mejor y más cortésmente que yo pude, le dije:
—Señora Fotis, con tanta gracia aparejas este manjar, que yo creo que es el más dulce y sabroso que puede ser. Cierto será dichoso y muy bienaventurado aquel que tú dejaras tocarte a lo menos con el dedo.
Ella, como era discreta moza y decidora, díjome:
—Anda, mezquino, apártate de aquí; vete de la cocina, no te llegues al fuego; porque si un poco de fuego te toca, arderás de dentro, que nadie podrá apagarlo sino yo, que sé muy bien mecer la olla y la cama.
Diciendo esto, miróme y rióse. Pero yo no me partí de allí hasta que tenté y conocí toda la lindeza de su persona; y dejadas aparte todas las