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—Por Dios, éste es Lucio.

Y dióme paz, y llegóse a la oreja de la dueña y no sé qué le dijo muy pasico. Y tornóse a mí, diciendo:

—¿Por qué no llegas a tu madre y le hablas?

Yo dije:

—He vergüenza, porque no la conozco.

Y en esto, la cara colorada y la cabeza abajada, detúveme; ella puso los ojos en mí, diciendo:

—¡Oh bondad generosa de aquella muy honrada Salvia, tu madre, que en todo le pareces igualmente como si con un compás te midieran!

De buena estatura, ni flaco ni gordo, la color templada, los cabellos rojos como ella, los ojos verdes y claros, que resplandecen en el mirar como ojos de águila; a cualquier parte que lo miréis es hermoso y tiene decencia, así en el andar como en todo lo otro.

Y añadió más, diciendo:

—¡Oh Lucio!, en estas mis manos te crié, y ¿por qué no?, pues que tu madre no solamente era mi amiga y compañera por ser mi prima, pero porque nos criamos juntas, que ambas somos naci das de aquella generación de Plutarco, y una ama nos crió, y así crecimos juntamente como dos hermanas, y nunca otra cosa nos apartó, salvo el estado, porque ella casó con un caballero, yo con un ciudadano. Yo soy aquella Birrena cuyo nombre muchas veces quizás tú oíste a tus padres. Así que te ruego vengas a mi posada.