so, el cual con favor de las musas, ordenó aquel sabio poeta, en el cual se contenía el argumento y ordenanza de toda la fiesta. Otros también había que iban cantando canciones de mayores votos, y otros con trompetas, dedicadas al gran dios de Egipto Serapis, los cuales, con las trompetas retorcidas, puestas a la oreja derecha, cantaban aquellos versos familiares del templo y de la diosa; otros muchos había que iban haciendo lugar por donde pasase la fiesta.
En esto vino una gran muchedumbre de hombres y mujeres de toda suerte y edad, relumbrando con vestiduras de lino puro y muy blanco, y mezcláronse con los sacerdotes que allí iban. Las unas llevaban los cabellos untados con olores y ligados en limpios y blandos trenzados; los hombres llevaban las cabezas raídas, reluciéndo les las coronas, como estrellas terrenales de gran religión, tañendo y haciendo dulce sonido con panderos y sonajas de alambre y de plata, y aun también de oro; y aquellos principales sacerdotes, que iban vestidos de aquellas vestiduras blancas hasta los pies, llevaban las alhajas e insignias de sus poderosos dioses.
El primero de los cuales llevaba una lámpara resplandeciente, no semejante a nuestra lumbre con que nos alumbramos en las cenas de la noche; pero era un jarro de oro, que tenía la boca ancha, por donde echaba la llama de la lumbre largamente. El segundo iba vestido semejante a éste; pero llevaba en ambas manos un altar, que