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gran redondez de la Luna relumbrando y con un resplandor grande, que a la hora salía de las ondas de la mar. Así que, hallando ocasión de la obscura noche, que es aparejada y llena de silencio, y también siendo cierto que la Luna es diosa soberana y que resplandece con gran majestad, y que todas las cosas humanas son regidas por su providencia, no tan solamente las animalías domésticas y bestias fieras, más aún las que son sin ánima, se esfuerzan y crecen por la divina voluntad de su lumbre y deidad, también por consiguiente los mismos cuerpos en la tierra, en el aire y en la mar ahora se aumentan con los crecimientos de la Luna, ahora se disminuyen, cuando ella mengua; pensado yo asimismo que mi fortuna estaría ya harta con tantas tribulaciones y desventuras como me había dadoy que ahora, aunque tarde, me mostraba alguna esperanza de salud, deliberé de rogar y suplicar a aquella venerable hermosura de la diosa presente, y luego, quitada de mí toda pereza, levantéme alegre, y con gana de limpiarme y purificarme, lancéme en la mar, metiendo la cabeza siete veces debajo del agua, porque aquel divino Pitágoras manifestó que aquel número septenario era en gran manera aparejado para la religión y santidad, y con el placer alegre, saliéndome las lágrimas de los ojos, suplicábale de esta manera:

—¡Oh reina del cielo! Ahora tú seas aquella santa Ceres, madre primera de los panes, que