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toria, aquella manzana de oro que tenía en la mano. ¿De qué os maravilláis, hombres muy viles, y aun bestias letradas y abogados, y aun más digo, buitres de rapiña, vestidos como jueces, si ahora todos los jueces venden por dineros sus sentencias, pues que en el comienzo de todas las cosas del mundo la gracia y hermosura corrompió el juicio que se trataba entre los dioses y el hombre, y aquel pastor rústico, juez elegido por consejo del gran Júpiter, vendió la primera sentencia de aquel antiguo siglo, por ganancia de su lujuria, con destrucción y perdimiento de todo linaje? Por cierto, de esta manera aconteció otro juicio hecho y celebrado en aquellos famosos duques y capitanes de los griegos, cuando Palámides, poderoso en armas y claro en doctrina y sabiduría, fué condenado de traición con falsas acusaciones, o cuando Ulises pequeño fué preferido al grande Ayaces, poderoso en la virtud de las batallas. Pues ¿qué tal fué aquel otro juicio cerca los letrados y discretos de Atenas y los otros maestros de toda la ciencia? Por ventura, aquel viejo Sócrates, de divina prudencia, el cual fué preferido a todos los mortales en sabiduría por el dios Apolo, ¿no fué muerto con el zumo de la hierba mortal, acusado por engaño y envidia de malos hombres, diciendo que era corrompedor de la juventud, la cual él constreñía y apretaba con el freno de su doctrina, y murió dejando a los ciudadanos de Atenas mácula de perpetua ignominia? Mayormente que los filósofos de este tiem-