Yo, cuando esto vi, parecióme que veía la cara alegre de la fortuna, que en alguna manera ya más blandamente me favorecía, y ayudándome el gozo de los que estaban presentes, ninguna cosa me turbaba, antes comía seguramente, hasta tanto que, con la novedad de aquella visita, el señor de casa, muy alegre, mandóme llevar, y él mismo por sus manos me llevó a su sala, y puesta la mesa, mandóme poner en ella todo género de manjares enteros, sin que nadie hubiese tocado en ellos. Yo, como quiera que ya estaba algún tanto harto de lo que había comido, pero deseando hacerme gracioso al señor y que él me tuviese en algo, comía de aquellos manjares como si estuviera muy hambriento. Ellos, por informarse bien si yo era manso, aquello que creían que principalmente aborrecen los asnos, aquello ponían delante por ver si lo comería, así como carne adobada, gallinas y capones salpimentados, pescados en escabeche. Entre tanto que esto pasaba, había muy gran risa entre los convidados que allí estaban, y un truhán que allí estaba, dijo:
—Dad alguna otra cosa a este mi compañero.
A lo cual respondió él señor, diciendo:
—Pues tú, ladrón, no has hablado neciamente, que muy bien puede ser que este nuestro comensal desee beber de buena gana de este vino.
Y luego dijo a un paje:
—Daca aquella copa de oro, y diligentemente lavada, hínchala de vino y da de beber a mi truhán, y aunque dile cómo yo beba antes que él.