Y luego quité mis alforjas del hombro y saqué pan y queso y díjelo diciendo:
—Sentémonos aquí, cerca de este plátano.
Y sentados, yo también comencé a comer alguna cosa. Así que yo le miraba de cómo comía, tragando y con una flaqueza intrínseca y amarillo que parecía muerto. En tal manera se le había turbado el color de la vida, que pensando en aquellas furias o brujas de la noche pasada, el bocado de pan que había mordido, aunque harto pequeño, se me atravesó en el gallillo, que no podía ir abajo ni tornar arriba, y también me crecía el miedo, porque ninguno pasaba por el camino. ¿Quién podría creer que de dos compañeros fuese muerto el uno sin daño del otro? Pero Sócrates, de que mucho había tragado, comenzó a tener gran sed, porque se había comido buena parte de queso. Cerca de las raíces del plátano corría un río man samente, que parecía lago muy llano y el agua clara como un plato o vidrio. Yo le dije:
—Anda, hártate de aquella agua tan hermosa.
El se levantó y fué por la ribera del río a lo más llano. Y allí hincó las rodillas y echóse de bruces sobre el agua, con aquel deseo que tenía de beber, y casi no había llegado los labios al agua, cuando se le abrió la degolladura, que le pareció una gran abertura, y súbitamente cayó la esponja en el agua con una poquilla de sangre. Así que el cuerpo sin ánima poco menos hubiera caído en el río, sino porque yo le trabé de un pie y con mucho trabajo le tiré arriba. Después